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Detrás del adolescente que comete delito, hay un adulto que fracasó en sus responsabilidades

El tema de la justicia de adolescentes más que un problema social, se ocupa de un problema humano. De ahí que su filosofía, medidas y procedimientos  que desarrolla y utiliza están acordes a la naturaleza humana del problema social del adolescente infractor. El sistema propone propiciar la participación del adolescente, de la familia, de la escuela, de la comunidad, de la víctima, de las instancias judiciales y de la administración pública en materia de los servicios sociales, y por estimular un proceso que permita avanzar tanto en la construcción e individualización de los elementos que hagan más eficaz el deber de protección social como el desarrollo de la teoría de la responsabilidad penal del menor de edad. La responsabilidad, en palabras del jurista italiano Federico Palomba, es un valor irrenunciable de nuestra vida jurídica y social.

La respuesta de este problema tiene que ir dirigida al adolescente y a la sociedad, el adolescente por su conducta y la de las personas adultas por faltar a sus deberes. Aquí, como dice Palomba, es donde cobra mayor importancia el llamado Derecho de adolescentes. Pues detrás de un menor de edad que comete un delito siempre hay un adulto que ha fallado en sus deberes. El juicio de responsabilidades por tanto es el resultado de la relación conducta del adolescente y deberes de los adultos. Por tal razón, la justicia no puede solo enfrentar el problema llamado adolescente infractor solo con instrumentos represivos y judiciales, es necesario mantener un estrecho y continuo enlace con el sistema de prevención y protección social. Hay que evitar, por el contrario, que la justicia penal, se vuelva punto de referencia esencial en este tema, para romper el círculo de violencia e impedir que los problemas sociales devengan en problemas penales, hay que evitar la aparición del Estado penal excluyente.

Los medios de comunicación informan, como expresa la penalista española de Castilla-La Mancha, María Teresa Martín López, de una aparente elevación de los delitos cometidos por adolescentes menores, resaltan particularmente la violencia de éstos: peleas colectivas, vandalismo y pandillas.  La delincuencia de los adolescentes es uno de los problemas sociales más sentidos de nuestras sociedades.  El oscilante pendular de la opinión pública entre la indiferencia absoluta y la máxima capacidad de alarma apunta a ésta última en nuestros días. Esta alarma, por lo general artificial, los operadores políticos traducen en propuesta de reforma de la legislación con tendencia de endurecimiento al castigo y menos inversión en el gasto público. Hay que destacar, sin embargo, que los adolescentes no realizan actos de violencia ni  delitos, ni más numerosos, proporcionalmente, ni más graves que los que cometen los adultos. Ni causan proporcionalmente un mayor perjuicio económico. La figura del adolescente infractor tiene algunas particularidades que no están presentes y no tienen el mismo significado que los adultos.

La fuerza represiva del Estado configura un mecanismo de control social sobre los adolescentes acrecentando la posibilidad de delinquir más o con mayor gravedad.  Los adolescentes reprimidos pertenecen mayoritariamente a las capas sociales inferiores, aquellas que encuentran más dificultades para la reinserción social por las escasas posibilidades laborales, bajo rendimiento escolar, conflictos familiares y emocionales, en definitiva pertenecen al grupo social que más sufre todas las crisis económicas.

En la sociedad actual, como expresa Martín López, se promete a las niñas, niños y adolescentes grandes cosas, sin embargo, la realidad es bien distinta.  “Las universidades se abren a los adolescentes, pero no todos por razones económicas tienen acceso a ellas y cuando lo logran no siempre el título le sirve o le será de utilidad; se ofertan cines, literatura, automóviles, ropa de moda, deportes, Internet, viajes, pero el adolescente no dispone de recursos económicos y cada vez tarda más en incorporarse al mundo laboral, cuando llega, y en muchas ocasiones en no muy buena situación laboral o en trabajos muy debajo de su formación y se potencian los valores de independencia y libertad, pero sin vivienda propia han de permanecer en la casa materna y paterna toda la vida. La enseñanza, la salud, el empleo y la vivienda son oportunidades vitales para cada adolescente de cara a su inserción social adulta. Cuando estos medios se bloquean, surge un desajuste individual y social en la adolescencia que puede llevar a la infracción de normas y a la violencia como respuesta reactiva; surgen auténticos caldos de cultivo de frustración, agresividad y violencia”.

Para el Director del ILANUD, Elías Carranza, las muchachas y muchachos de la calle, de clase pobre o marginal, suelen ser condenados a prisión o «internados» por el hecho de no tener familia. La misma conducta practicada por un niño de otra extracción social (media o alta), con una familia, es normalmente resuelta de otra manera. A los de sectores vulnerables les exigimos más que a otros y, sin quererlo, «castigamos su pobreza». Si un adolescente de clase pobre comete un delito, decimos que es un «delincuente», que merece castigo, lo perseguimos y lo etiquetamos. Si es un adolescente que pertenece a otro tipo de clase económica, que comete un delito, somos indulgentes, decimos que fue «un episodio accidental» o una «travesura», y procuramos que no se le castigue. Estos personajes, los de clase pobre, son seres libres, lleno de necesidades insatisfechas, que sufren agresiones; a quien debemos ayudar con su consentimiento, pero sin agregar la agresión del encierro a las agresiones que ya sufren.

Este problema exige políticas de prevención. Una prevención que dirija la atención hacia la sociedad de los adultos.  Recordemos, como estima el criminólogo español Antonio García Pablos De Molina, que la niña, niño y adolescente imita, no crea y, por tanto, los modelos de conducta y de valores de los adultos exigen una profunda revisión, en muchos casos claramente criminógenos (violencia, corrupción). Los adolescentes aprenden observando, el adulto debe cuidar y evitar mensajes ambiguos e imprecisos (éxito, triunfo económico, riesgo) susceptibles de una lectura criminógena para el adolescente, por ejemplo, la sociedad que quiera prevenir la criminalidad de adolescentes debe condenar de forma inequívoca la corrupción, el éxito económico rápido, fácil y mediocre, no asociado al esfuerzo personal digno. La sociedad adulta, apunta García Pablos de Molina, debe aportar nuevos valores a los adolescentes para que participen con el compromiso por el cambio social.  La actual cultura de consumo crea artificialmente necesidades. Los adolescentes son las primeras víctimas de esta cultura, antesala de toda suerte de frustraciones.  Esa nueva cultura ha de estar servida por una ambiciosa política social, en materia de educación, salud, seguridad social, vivienda, ocio, pues la política social es y sigue siendo el instrumento más eficaz y justo de prevención del delito.  Puesto que los adolescentes de los estratos sociales deprimidos delinquen más, ello se debe no de que profesen valores genuinamente criminales (valores de clase), ni a la discriminatoriedad del sistema legal (desde luego real), sino al eterno problema de la iniquidad y desigualdad de oportunidades.