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Todos contra todos

La racionalidad del animal-hombre con capacidad de raciocinio, permite y exige, que tras y antes de cada decisión, evalúe y pondere las consecuencias de su actuar. La experiencia es el mejor soporte del buen hacer, como nos muestra el viejo dicho popular de que “el diablo sabe más por viejo que por diablo”. Los pensadores clásicos no se limitaron a expresar un criterio en y para su tiempo, y así, filósofos, siguen siendo válidos en enderezar y dar sentido a realidades en mayor o menor grado caóticas.

Tomás Hobbes, al hablar de “la guerra de todos contra todos”, y yo añadiría, contra “todo”, intentó lograr un ejercicio moderado del poder político, como el sólo camino a la libertad. El ejercicio moderado implicaba el sometimiento de todas las personas a unas reglas aptas para encauzar la convivencia y permitir que cualquier persona pudiere alcanzar el mayor grado de satisfacción de sus necesidades. Estas reglas abundan en nuestra realidad, una Constitución Política y más de quince mil leyes, permiten ejercer el poder sometido al imperio de la ley, muy lejos de toda actitud “emotiva” para resolver los problemas (particularmente) más graves de la sociedad. Abandonar esta idea y ejercer el poder de forma arbitraria, es contribuir al caos, y esto, sólo puede denunciarse como una actitud reaccionaria.

El valor de las instituciones se cultiva, respetando la ley sea quien sea. No se debe invocar la ley cuando conviene para temas personales o para imponérsela al adversario, debe respetarse y estar siempre bajo su sometimiento. El uso desmedido y arbitrario del poder, puede desembocar en la ruptura peligrosa de las instituciones, alterar el norte que supone para las personas el valor democrático de los poderes del Estado y de las instituciones que integran el tejido de nuestra vida nacional. Hay que evitar que en las personas nazca la idea o la percepción de que somos un país de mentira, de falsos sueños, de expectativas irracionales; porque estaríamos haciendo añicos la posibilidad feliz de creer que somos una nación, o bien, que podremos llegar a hacer nación.

Todo el que sube al “templo del poder”, juega a ser dios, trata de comprar conciencias y voluntades, imponer ideas y criterios, el disentir se convierte a veces en un juego mortal; sin embargo, olvidan el factor tiempo. Todo pasa, y el daño que ocasionan al país es mayúsculo, a tal punto, que en ocasiones se castra la oportunidad valiosa de hacer patria. Y, en relación al jugador, luego sentirá, inevitablemente; el poder del otro.

A la moderación, le es consustancial, una equilibrada renuncia de algo por parte de los miembros de la comunidad. No puede llegarse a tal meta, si algunos no se resignan a compartir al menos, lo que es indispensable para la subsistencia de otros. Un poder político beneficioso para la sociedad, “moderado”, pues, requiere un ejercicio exquisitamente respetuoso de lo público, de lo que está confiado a su cuidado, de lo que administran en nombre de la comunidad. Indispensable para su óptimo desarrollo es, además, un auto respeto por las propias tareas y un respeto de las personas hacia lo público.

Este doble y dinámico respeto en la moderación, sólo es alcanzable, con el esfuerzo de todos.